Le pasaba por el lado y nunca paraba. Luego me quedaba pensando en por qué no (como que nunca me acordaba, siempre me agarraba a contrapié).

Esa vez no me acuerdo si fue que alcancé a pensarla un toque antes de que apareciera, o contrarresté la sorpresa… El caso es que paré y le tendí una de mis extremidades para ayudarle a levantarse.

Me había preparado para ser mi extremidad ignorada y tener que arriarla, o para tener que esperar: en el mejor de los casos pasaría tiempo antes de ser correspondida. Por eso el jalonazo inmediato me agarró fuera de base, y me vi pronto forcejeando para no caerme yo. La fuerza del tentáculo que me asía era tremenda y no me dejaba estabilizar para meter el jale definitivo. Más bien me iba yendo yo. Traté de soltarme para replantear la estrategia, pero la tenaza no me dejó. Agarraba y jalaba mucho mejor que la mía, pero en dirección contraria. De pronto me encontré jugándome mi destino.

Las transferencias entre equipos soportan en los últimos tiempos cargas de intereses tan diversos que casi siempre exceden el tema deportivo, para desarrollarse como eventos independientes, con sus propias emociones. Los sucesos que de las negociaciones se derivan son cada vez más inciertos, quedando frecuentemente sus agentes a merced de fuerzas aleatorias que terminan fallando procesos al azar, incluso en favor de escuadras nunca antes contempladas.  


El objetivo de la nuestra y su razón de ser, más que reforzarse, es quitarle a la rival. Nunca creí jugar a eso, a no dejar jugar, pero desde que llegué me di cuenta de que no por ser la única opción es menos noble, si de lo que se trata en últimas es de jugar a algo. El equipo no es nuevo, pero sí casi desconocido de tanta marginalidad producto de sus continuos descensos. “Nuestro” juego de conjunto es sumamente precario, dependiente de unas individualidades que casi nunca se asocian entre sí, que ni se miran, que incluso ni se conocen. Yo pensaría, por ejemplo, que en este momento sólo estamos jugando dos.    

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